¿Están las instituciones sobreprogramando?  ¿Quién asume el coste?

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En varias ocasiones, me he encontrado con propuestas que vienen acompañadas de una advertencia: el presupuesto es insuficiente, no se puede cubrir todo el caché, habrá que apretarse el cinturón. Y cada vez me pregunto: ¿realmente entienden, quienes me contratan, lo que significa vivir del arte? ¿Conocen la realidad de nuestro sector y, aún más, estarían dispuestos a sacrificar parte de su sueldo para mantener vivo el festival que gestionan? ¿O simplemente tienen un trabajo que los protege de todas estas preocupaciones?

En el bullicioso escenario de las instituciones, tanto públicas como privadas, donde las decisiones se tejen como hilos invisibles dentro del telar de la burocracia, a menudo me siento perdido en un mar de contradicciones. Es como si estuviéramos en un concierto de música clásica, donde la orquesta intenta interpretar una gran sinfonía con instrumentos desgastados y partituras incompletas. En este ballet administrativo caótico, surge una inquietante pregunta: ¿está la administración programando por encima de sus capacidades?

Cuando la ambición institucional supera los recursos

Es cierto que toda institución tiene un presupuesto limitado, un conjunto de recursos que intenta abarcar múltiples necesidades y demandas sociales. Pero ¿qué pasa cuando ese presupuesto escaso se estira y se distorsiona, como un lienzo que intenta acoger obras maestras con un pincel deshilachado y sólo unos pocos colores desvaídos?

La administración, con una ambición que podría ser loable, intenta llevar a cabo actividades que superan con creces el valor asignado. Actividades que exigen el doble de recursos, el doble de esfuerzo y el doble de compromiso. Es como si quisieran hacer florecer un jardín exuberante en una tierra yerma o construir un palacio majestuoso con ladrillos de barro.

Pero ¿quién paga el precio de esta incongruencia? ¿Quién es el artista que debe adaptarse, que tiene que empujar sus capacidades al límite para que las cosas sucedan? Es evidente que esta carga recae sobre los hombros del individuo, el ciudadano común que intenta encontrar su lugar en este baile de números y decisiones.

A veces, el funcionamiento institucional se asemeja a un montaje sin suficientes ensayos, donde cada pieza se mueve entre pautas inconexas y objetivos que cambian a un ritmo letárgico. En este escenario, la toma de decisiones a menudo queda atrapada en juegos de poder que se auto-perpetúan, más pendientes de mantener el equilibrio interno que de conectar con el propósito que las originó. Y cuando falta implicación real en los procesos, cuando la pasión por lo que se hace se desvanece dentro del engranaje, todo se vuelve opaco, distante y extrañamente vacío.

El peso sutil del desencanto

El lenguaje de la ironía se desliza entre mis palabras; es la forma que he encontrado para expresar mi frustración y desorientación dentro de este laberinto. Quizás, en este juego de apariencias, se espera que nos maravillemos con ilusiones ópticas, promesas grandilocuentes y discursos retóricos, mientras las necesidades más básicas quedan discretamente en segundo plano.

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